Dicen que dijo Jorge Luís Borges: “He cometido el peor de los pecados. El que nadie debería cometer: no he sido feliz”.
En nuestras manos tenemos la felicidad de nuestros hijos, pero mal podríamos enseñarles a ser felices si nosotros no lo somos.
Como en todo lo que pretendemos inculcar a los demás, primero debemos tenerlo incorporado nosotros, o al menos, luchar para ir incorporándolo en nuestras vidas.
Es verdad que nadie da lo que no tiene, pero siempre es tiempo para conseguirlo. Y si se nos va la vida en este intento, habremos enseñado al menos, que todos podemos luchar y que es algo que está al alcance de todos los bolsillos.
La felicidad no se compra, porque no está en las cosas materiales, sino en las del alma. La felicidad la da la paz del espíritu, la da la amistad, una buena convivencia, la comprensión, el amar y el sentirnos amados, el ir superándonos para dejar atrás nuestro egoísmo, pensando en el otro. Todo esto y mucho más es la riqueza del hombre que produce esa placidez, ese bienestar que son sinónimos de felicidad.
Podríamos redondear diciendo que en la medida que enseñemos a nuestros hijos los valores humanos, las virtudes, los haremos más felices a ellos y seremos nosotros felices viendo que vamos logrando el fin que nos hemos propuesto que no es otro más que el fin del hombre sobre la tierra: su perfección.
Los padres tenemos una tarea divina que es la de secundar al Creador y obedecer a Quien vino a enseñarnos y nos dio un mandato que no podemos desoír: “Sed perfectos como mi Padre Celestial es perfecto”.
STELLA MARIS VILLA DE ARONNA
Orientadora Familiar