sábado, 10 de septiembre de 2011

La visita al oculista

Imagínate –sugiere Stephen Covey– que padeces un serio problema de visión y decides acudir a la consulta del oculista.
El médico, después de escuchar brevemente tu explicación del problema, saca del bolsillo sus gafas y te las entrega mientras dice con gesto solemne: "Póngase usted estas gafas. Yo las he usado durante diez años y me han ido estupendamente".
Tú pones una cara de asombro mayúsculo, y el oculista, sin pestañear, añade: "No se preocupe, tengo otras en casa, puede usted quedarse con estas".
Con un escepticismo difícil de superar, te pruebas esas gafas y, como era de prever, ves aún peor que antes, y te quejas: "Por favor, ¿cómo me van a servir sus gafas a mí? Veo todo borroso".
"Oiga, haga el favor de poner más empeño", responde con gravedad el oculista. "Ya lo pongo, pero no veo nada", contestas ya al borde de la ira.
El oculista insiste: "Sea usted más paciente y colabore, por favor. Tienen que servirle. A mí me han ido muy bien todos estos años".
Finalmente te vas de allí, escandalizado ante semejante ineptitud, y el oculista –por llamarle de alguna manera– se queda pensando: "Hay que ver, qué hombre más ingrato. No he logrado que me comprenda. Yo sólo pretendía ayudarle y... ¡cómo se ha puesto!".
Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a alguien, nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos frustrados porque una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros consejos, y quizá nos quejamos de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el problema no es que a esa persona le falte interés, o le falten entendederas, sino que nosotros estamos equivocando el planteamiento, y esa persona no entiende lo que le decimos porque no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero problema: le estamos recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero a él probablemente no. Tenemos que diagnosticar antes qué gafas necesita.
Es preciso primero comprender bien, para luego poder diagnosticar bien, y finalmente aconsejar bien.
Pongamos otro ejemplo (este quizá bastante más real y posible que esa esperpéntica conversación con el oculista):
—Venga, Carlos, hijo mío, ¿por qué estás así?
—Mamá, no puedes entenderlo.
—De verdad que sí, cuéntame.
—Que no, mamá.
—Sí que te entiendo, hijo mío. ¿Qué te pasa?
—No lo sé, mamá.
—Venga, Carlos, ¿por qué estás tan triste?
—Bueno..., en fin, es que el colegio no hay quien lo aguante. Quiero dejar de estudiar.
—Pero..., ¿estás loco? ¿A los quince años ponerte a trabajar? ¿Después de los sacrificios que tu padre y yo hemos hecho tantos años para que puedas ir a un buen colegio? Ni hablar. La educación es la base de tu futuro. Tienes que hacer una carrera. Lo que pasa es que hay que estudiar más, y ya verás cómo termina por gustarte. Venga, hijo mío, que podrías sacar muy buenas notas si no fueras tan perezoso y tan soñador.
—Déjalo, mamá, no lo entiendes...
Se podrían poner otros muchos ejemplos como este, que revelan una considerable falta de comunicación. En este caso, es muy probable que Carlos esté pasando por algunas dificultades en el colegio, dificultades que, al menos para él, son importantes y le hacen sentirse muy triste. Para poder ayudarle, parece importante saber cuáles son esas causas. Pero si cuando el chico abre una puerta de su intimidad, y empieza a contar lo que le inquieta..., si entonces, sin dejarle terminar, descargamos sobre él una retahíla de sesudos consejos y sabias advertencias, antes de hacernos cargo de qué le sucede; entonces, lo más probable es que la confianza sea muy difícil, y que la conversación acabe en un amargo "Déjalo, mamá, no lo entiendes...", o algo parecido.
Hay una cuestión clave en cualquier relación personal: procura primero entenderle tú, y sólo después, procura que te comprenda él.
Si pretendes ayudar en algo a otra persona –sea tu hijo, tu cónyuge, tu padre, tu jefe, tu subordinado, tu colaborador, tu amigo, o quien sea–, lo primero que necesitas es comprenderle. A medida que lo vayas logrando, te será mucho más fácil que comprenda lo que tú querías decir o hacer (e incluso, quizá, después de haberle comprendido mejor, lo que quieres hacer o decir es ya distinto de lo que al principio pensabas).           Alfonso Aguiló

viernes, 9 de septiembre de 2011

Mi Familia: Mi Reino



Dicen que gobernar una familia es tan difícil como gobernar todo un reino. Y estoy de acuerdo plenamente, ya que la familia se compone de muchos miembros, aunque sean pocos los hijos. También están los abuelos, los tíos, los primos…  la familia política, en fin. Y cada uno tiene sus particulares características: gustos, temperamentos, aficiones, inclinaciones, planes y proyectos.

Si a la hora del encuentro no hay un mínimo de orden y de respeto, de disciplina y autoridad, de generosidad y espíritu de servicio, sería imposible la convivencia.

Y eso está en manos de los padres fundamentalmente. No podemos desligarnos de esa tarea tan importante y a la vez desafiante que tenemos entre manos. No podemos echarle la culpa a los genes, al ambiente, a los abuelos, a la escuela, al entorno. Nuestra familia es nuestra responsabilidad, la de los padres. Incluso los abuelos también en un determinado momento de sus vidas, son responsabilidad nuestra. Y debemos, por todos los medios gobernar de manera tal que logremos una verdadera democracia y un bienestar y felicidad constante, a pesar de algunos inconvenientes y problemas normales que puedan presentarse.

Recordemos la frase que dice que gobernar es hacer trabajar. Y gobernar bien es hacer trabajar con orden y alegría.

                                                              STELLA MARIS VILLA DE ARONNA
                                                                         Orientadora Familiar
                                                                      stellamarisvilla@hotmail.com


DUEÑOS DE LA AGENDA de Alfonso Aguiló
"No puedo menos que asombrarme –vuelvo a citar a Lee Iacocca– ante el gran número de personas que, al parecer, no son dueñas de su agenda. A lo largo de estos años, se me han acercado muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un mal disimulado orgullo: fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de trabajo que no pude ni tomarme unas vacaciones.
"Al escucharles, siempre pienso lo mismo. Pienso que no me parece que eso deba ser en absoluto motivo de presunción. Tengo que contenerme para no contestarles: ¿Serás idiota? ¿Pretendes hacerme creer que puedes asumir la responsabilidad de un proyecto de ochenta millones de dólares si eres incapaz de encontrar dos semanas al año para pasarlas con tu familia y descansar un poco?"
Hay muchos hombres y mujeres que se suponen bien preparados profesionalmente, pero que no saben casi nada sobre cómo organizar su tiempo: les falta reflexión y sosiego, y no son dueños de su tiempo ni de su agenda. En algunos casos extremos, ese desorden interior se manifiesta en un auténtico aceleramiento vital que les lleva a lanzarse a hacer las cosas sin antes pararse siquiera un minuto a pensar si deben hacerlas o no, o cómo deben hacerlas.
Es algo parecido a lo que cuenta aquel viejo chiste, en que llaman por teléfono a un bar para dar recado a un tal Pepe de que su mujer ha tenido un accidente y está grave, para que vaya urgentemente al hospital. Uno de los hombres que está allí sale a toda prisa, se monta en una bicicleta que había en la puerta, y a los cuatro metros, en la misma acera, pierde el equilibrio y se estrella contra un árbol. Cuando se levanta, dolorido y maltrecho, masculla en voz baja: "La verdad es que me está bien empleado, porque... ni me llamo Pepe, ni estoy casado, ni sé montar en bicicleta".
Si esas personas un poco hiperactivas, como ese Pepe del chiste, se pararan un poco más a pensar las cosas, se evitarían muchos golpes y lograrían hacer más con menos esfuerzo.
—De todas formas, también hay otras personas que necesitan precisamente lo contrario: pasar más de la reflexión a la acción, o sea, lanzarse un poco.
Sin duda: unos necesitan pararse a pensar, y otros necesitan atreverse de una vez a poner en práctica lo que piensan. Cada uno debe ver en cada caso. Tenemos delante muchos problemas, muchas opciones, y nuestra disponibilidad de tiempo es escasa, y hay que optar continuamente entre una cosa u otra, y hacer frente lo mejor posible a esa complejidad que se nos presenta. Es un reto que hemos de superar mediante un constante empeño personal, aunque siempre de forma cordial, sin angustias ni crispación, con optimismo.
Sin caer en extremos patológicos, es preciso ser críticos con nosotros mismos en lo que se refiere a nuestra forma de trabajar y de organizarnos.



http://www.fluvium.org/imagenes/arriba.GIF